Aunque algunos no quieran aceptarlo, el espíritu de Pelagio ha regresado con fuerza en los arminianos modernos que hoy se obsesionan con la palabra “calvinismo”, sin comprender que lo que realmente están rechazando no es a Calvino, sino a la gracia soberana de Dios revelada en la Escritura.
Así como Agustín tuvo que levantar su voz contra las herejías de Pelagio, hoy la iglesia verdadera debe discernir y resistir esas mismas ideas disfrazadas de piedad y libertad humana.
El hombre sigue queriendo atribuirse parte de su salvación, minimizar la corrupción del pecado y darle mérito a su decisión, cuando la Biblia declara que “no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16).
El problema no es semántico ni denominacional, sino profundamente espiritual: el mismo error antiguo vuelve a surgir cada vez que se exalta la voluntad del hombre por encima de la voluntad soberana del Creador.
Pelagio fue el primero en enseñar que el hombre podía iniciar su salvación por su propio esfuerzo moral, negando la corrupción total del pecado original. Agustín de Hipona, en respuesta, escribió con fuerza contra esa herejía, defendiendo la gracia soberana de Dios como el único medio por el cual el hombre puede ser regenerado y creer.
Siglos más tarde, Jacobo Arminio resucitó parte del pensamiento pelagiano, aunque de manera más sutil —por eso se le llama semi-pelagiano— al afirmar que el hombre, aun caído, posee cierta capacidad natural para cooperar con la gracia o para ejercer fe sin que esa fe sea un don soberano de Dios.
Y es tal como decimos: Arminio escribió en oposición a Calvino y, por extensión, también a Agustín, porque ambos enseñaban la misma doctrina de la gracia irresistible, la depravación total y la elección incondicional. En otras palabras, mientras Agustín refutó a Pelagio, Arminio trató de refutar a los que seguían las enseñanzas de Agustín.
Es casi un círculo histórico:
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Pelagio → exaltó la voluntad del hombre.
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Agustín → exaltó la gracia de Dios.
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Arminio → volvió a poner al hombre en el centro, pero de forma más sofisticada.
Y por eso, los reformadores y los teólogos posteriores (como los del Sínodo de Dort, 1618–1619) consideraron el arminianismo una forma moderna del semipelagianismo antiguo.

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